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The city under the city: Noche primera

  • Writer: H
    H
  • Apr 14, 2020
  • 4 min read

Updated: Apr 16, 2020


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Wiliam Gibson, Monalisa acelerada (1988)








𝕌n último disparo entre el bullicio incansable de la ciudad lluviosa. El trabajo estaba completo.

Fue entonces, cuando paré a sentarme entre los escombros de aquel edificio, uno de los pocos abandonados de la parte inferior del armazón urbano de Piltover, que mis músculos

recordaron que estaban cansados, que debían dolerme, hacerme pagar la factura por haber pasado el día trabajando en el ayuntamiento y la noche trabajando de verdad. Suspiré y encendí un cigarro mientras la lluvia artificial comenzaba a caer con más seguridad bajo el techo metálico que simulaba cielo para el bloque inferior de la ciudad, lavando la sangre de mi piel.

ℍacía calor. Allí abajo siempre hacía calor, y apestaba a residuos químicos y urbanos. Para alguien de la metrópolis solo la terrible sensación de perpetua humedad habría bastado para alejar sus narices de los asuntos de Down Town, como pasaba con frecuencia a los oficiales con pocos cojones que se escaqueaban de sus recorridos cuando los turnos les coincidían con aquel desafortunado destino, casi siempre por miedo o asco, aunque los más inteligentes no dudaban en cobrar una dulce tajada a los contrabandistas a cambio de la promesa de dejarlos en paz allí, en su pozo de mierda.


Por suerte, yo había pasado mi infancia allí y conocía aquellas calles como la palma de mi mano y su aroma, su clima y su encierro apenas si despertaban un aire nostálgico en mis ojos. Y por suerte para los habitantes honrados de Down Town había gente como yo, dispuestos a hacer justicia y mantener el orden, al filo de la ley.

Cazadores nos llamaban, o lameculos, de acuerdo a quién se preguntase, pero lo cierto es que el termino correcto hubiese sido "policías a sueldo" o "Contratados". La mayoría de nosotros trabajaba solo, y no se inmiscuía en el trabajo de los demás ni en el de nadie que no se interpusiera en su camino. Yo, por mi parte, tenía los contactos que toda mujer debía tener; Aracne, el jefe de policía me proporcionaba protección y respaldo en casos extremos donde lo necesitase; Harknor, el guardían del ayuntamiento se encargaba de que las armas y municiones incautadas se perdiesen entre burocracias baratas y papeleo; y tenía al alcance de mi mano, en mis labores de oficina, las pistas que necesitaba para seguir los rastros de los criminales a los que daba caza. A cambio, el ayuntamiento recibía el crédito por hacer su trabajo y yo quedaba limpia y perdonada en nombre de la ley por cada fiambre que dejase mi búsqueda personal: Los demonios de la Atarazana, la banda criminal que durante mi adolescencia me traicionó y vendió.

-Hace años se diluyeron, Vi- Me replicaban mis superiores en el cuartel, descreyendo mis evidencias y mi instinto, pero yo sabía que no era así. Las cosas comenzaban a oler a estiercol por toda la ciudad: el crimen organizado era más pulcro y prolijo que nunca, no habían trifulcas, redadas, cadaveres ni rastro alguno de la antigua porquería de la civilización y había que ser un idiota o un ciego para creer que aquello ya no existía,

Pues a donde cualquier ser humano con el más mínimo sentido común voltease, podía ver a los adictos comprando droga, a los viejos matones armados, los números de desaparecidos alarmantemente en aumento. Y cuándo el cuerpo de policía llegaba, era demasiado tarde, o terminaba por declararse al acusado inocente por falta de pruebas. Incluso en los interrogatorios que con gusto llevaba a cabo en la prisión central de Piltover los reos parecían cada vez más reticente a hablar, y la mayoría de ellos claramente no tenían ni idea de que hacían allí.


En mi cabeza resonaba una voz pretérita y muy clara "Recuerda esto Vi, un día esta ciudad va a ser mía y sus habitantes ni siquiera van a enterarse. Tengo un plan. y ni tu, ni tus patéticos amigos, ni la policía, ni los Dioses van a poder detenerme. Y tu, basura huérfana,

vas a pagar con creces la estupidez de enfrentarte a mi" Kiton Bull, el líder de los demonios solía repetirme aquello con regocijo cada vez que nuestras bandas se enfrentaban. Habían pasado ya casi diez años de aquello, y siete desde su desaparición, pero para mí las cosas no

podían ser tan simples.


𝕊uspiré mientras consumía la última pitada de mi cigarro. Extrañaba los guantes Atlas, pero por una cuestión de patente policíaca no podía utilizarlos "de esta manera", fuera del trabajo, así que había fabricado el Hércules: un recubrimiento robótico para mi antebrazo, con muchísimas funciones, que defensivamente dejaban a los Atlas hechos juguetes de niños, pero que a la hora de sacarles información a los tipos malos perdían el impacto. Digamos que el poder romper un fémur con dos dedos era más impactante que detener unas cuantas balas en ese sentido.

El ultimo superviviente de aquella banducha de camellos despertó por fin, mientras a lo lejos la lluvia y el susurro constante de la ciudad apagaban las sirenas de los drones de policía. Me puse de pie y me acerqué a él -Buenas noches, bella durmiente- Dije arrastrándole sin cuidado hasta las columnas de la galería. -Los oficiales están al caer, así que esto va a ser rápido, cielo. Comienza a hablar y tal vez me plantee ser piadosa y dejar que sean ellos quienes te encuentren- Sonreí y saqué la navaja mariposa de mi bolsillo.

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